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Título: Amantis - Autor: D. Medina

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Mensaje  Admin Miér Abr 07, 2010 11:10 am

Dicen que la hembra de la amantis religiosa se come a su macho después de copular. Me pregunto
qué pensarán los machos de esa especie sobre el concepto del “sexo débil”.
Aquella noche llegué a casa antes de lo habitual. Había salido de compras y los tacones me estaban
matando. Además, mi ajustado vestido se adhería incómodamente a mi sudado cuerpo y necesitaba
con desespero una refrescante ducha. A veces echo de menos la época en que usaba un vestuario
más cómodo e informal, pero cuando se tiene este cuerpo que Dios me ha dado y la ciencia ha
mejorado no puedo menos que lucirlo en la medida que me sea posible. No ha sido precisamente
gracias a mi nivel cultural que conseguí casarme con un millonario.
Apenas abrir la puerta noté algo extraño. Una fría corriente de aire me recibió y un fino hilo de luz
asomaba a mi paso por debajo de la puerta del dormitorio. Estaba segura de haber dejado la luz
apagada antes de salir. Mi ex marido es el único que tenía llaves del piso, pero sin duda no era él
quien estaba ahí. Nunca en los tres años que llevamos separados había pasado por casa sin avisar,
más por respeto a mi intimidad que por miedo a encontrarme con algún amante casual. No me
juzguéis mal, sigo tan enamorada de él como el primer día, pero mi pequeño problema con el sexo
supuso una barrera demasiado grande entre nosotros que terminó por destruir nuestro matrimonio.
Eso no impide, sin embargo, que mantengamos una buena relación. Salimos a tomar alguna copa
juntos, cenamos de vez en cuando y el disfruta de mi cuerpo tanto como yo disfruto de su dinero.
Una gran persona, mi ex marido.
Así pues, me armé de valor y entré en el dormitorio. Efectivamente, la ventana estaba abierta, con la
brisa nocturna meciendo con suavidad las cortinas. Un desconocido, un hombre de treinta y pico,
desaliñado pero de aspecto fornido, rebuscaba entre las entrañas de mis cajones, apartando de su
camino mi lencería sin apreciar que un solo tanga valiese el doble que toda la indumentaria que él
portaba.
Cuando reparó en mi presencia dio un respingo y se giró hacia mí navaja en mano, con los ojos
rojos de desesperación aunque totalmente faltos de la determinación que fingía tener.
-No he encontrado más que bisutería, zorra -me dijo-. Dame algo de valor y desapareceré.
Lo recorrí levemente con la mirada, apreciando los poderosos pectorales que se marcaban en su
ajustada camiseta y celebré la inicialmente absurda decisión de retocarme el maquillaje en el taxi
que me había traído a casa. Mostrándole la mejor de mis sonrisas, aquella que había arrojado a mis
pies a los más esquivos varones, deslice mis manos por mi cuerpo, desde mi cintura hasta mis
pechos, acariciándolos con suavidad y sintiendo mis pezones palpitando contra mis palmas, hasta
localizar a tientas la cremallera de mi vestido y deslizándola con lentitud, haciendo que este cayera
a mis pies. Así, quedé en pie frente al ladronzuelo, vestida tan solo por la suave lencería
transparente que dejaba escaso margen a la imaginación, una ligera fragancia de perfume francés y
los zapatos de tacón que, curiosamente, había olvidado el dolor que me producían. El hombre me
contempló desconcertado, con su mirada anclada en mis hermosos pechos (no lo digo yo, es la
opinión médica de mi cirujano plástico tras la operación). Una gota de sudor apareció en su rostro.
-Esto es lo más valioso que tengo -le contesté, dispuesta a entregarle mi cuerpo.
Sin darle tiempo a reaccionar caí de rodillas frente a él, y segura de que su estupor no le iba a
permitir reaccionar de manera satisfactoria tomé la iniciativa, bajándole los pantalones con
violencia e introduciendo sin invitación su pene, a medio camino de una más que correcta erección,
en mi boca. Mis labios lo recorrieron con placer, jugueteando con mi lengua en su capullo.
Completamente entregado a la causa, el hombre dejo caer su navaja al suelo, arqueando la cabeza
hacia detrás en un jadeo, totalmente excitado.
Continué la felación, disfrutando de su dureza, hasta que intuí que me acercaba al punto sin retorno,
momento en que me levanté y, de un empujón, tumbé al hombre sobre mi cama. Completamente en
silencio, el desconocido me contemplaba admirado desde su posición, apuntándome con su verga
imponente, incapaz de articular palabra.
Adivinando que mi nuevo amigo no era un derroche de imaginación decidí hacerle un regalo a sus
hermosos ojos de avellana liberando mis pechos de su injusta opresión, aumentando su deseo con el
grácil movimiento de estos, pezones erectos mirándolo fijamente, y sintiendo una nueva punzada de
excitación en mí misma, húmeda y ardiente.
Libre también de mi tanga, me lancé sobre él como una fiera en celo, obligándole a que se despojara
de su camiseta de obrero y me mostrara esos músculos que tan bien había visualizado yo en mi
mente. Los recorrí con mi lengua de fuego mientras él descubrió las horas de gimnasio acumuladas
en mis nalgas, firmes y bronceadas. Permití que su boca de deleitara en mis tetas, jugueteando sus
labios con ellas, mordiéndolas, lamiéndolas.
Me situé sobre él, dejándome penetrar. Me abrí como una flor en primavera y su dureza se hizo
hueco dentro de mí como una daga al rojo vivo. Sin mediar palabra, comenzó la danza,
consiguiendo sorprendentemente una compenetración rítmica, una baile ritual al único compás de
nuestros propios jadeos.
Besó mi cuello. Lamió mi oreja. Buscó mi lengua y se la permití encontrar.
Nos fundimos en un solo ser.
Rodamos sobre la cama. Él quedó sobre mí y comenzó a empujar con fuerza, desahogando en mi
todo su rencor hacia la sociedad, follándome como hacía tiempo que no me habían follado.
Cerré los ojos y me dejé llevar. Clavé mis uñas en su espalda, mordí mis labios, sofocando un grito
de placer. Apreté mis manos contra su culo de piedra acompañando cada nueva embestida. Gocé
como había olvidado ya que era posible hacerlo.
En un momento dado, me agarró por las muñecas, haciéndome sentir su prisionera. Creía que me
dominaba y disfruté dejándoselo creer.
No hacíamos el amor. Era sexo puro, salvaje, violento, sin medida ni frenos.
Repentinamente me asió con fuerza por las caderas y me obligó a alzar las piernas hasta rodear con
ellas su cuello. Sus empujes fueron entonces más violentos, apoyando sus recias manos sobre mis
palpitantes pechos. Sentí mis entrañas retorciéndose de placer y esta vez no pude sofocar un
pequeño grito. Ese cabrón me estaba enloqueciendo de placer, pero todavía no conseguía alcanzar el
súmmum.
El sudor empapaba su pecho y acaricié sus músculos por última vez. Cuando inclinó la cabeza hacia
atrás, ojos entornados, con los dientes apretados, supe que esta a punto de llegar el momento
crucial. Estiré mis brazos y busqué bajo la almohada.
Cuando tenía doce años me explicaron que cuando un hombre moría en la horca tenía una última
eyaculación. A tan tierna edad, quedé impresionada con el dato y comencé a investigar sobre el
tema, naciendo en mí una auténtica obsesión. Descubrí algunas teorías que apoyaban que tras una
muerte violenta se sufría un colapso del sistema nervioso vegetativo, lo que desencadena en lo que
se llama reflejo vasovagal. Tal fue mi obsesión con ese tema que comencé a indagar cada vez más,
experimentando siempre que podía, hasta desarrollar una incapacidad casi total para alcanzar el
orgasmo. Casi total.
Eso terminó con mi matrimonio.
Saqué la pistola de debajo de la almohada. Era una .380 ACP, de pequeño calibre. Embistió una vez
más y sus labios se entreabrieron de placer, preludio de su corrida. Efectué un único y certero
disparo en su frente. Sus ojos se abrieron de par en par, asombrados, ignorantes del hilo de sangre
que se deslizaba entre ellos, y me miraron fijamente, ya sin vida. Su cuerpo permaneció inmóvil
unos segundos, como si su cerebro tratase de averiguar porqué había dejado de funcionar y cual
debía ser su próximo paso. Solo una parte de su cuerpo seguía activa, descargando su semen en mi
interior,bombeando al compás de las últimas palpitaciones de su corazón.
Pequeños puntitos de sangre acariciaron mi rostro mientras un prometedor atisbo de orgasmo
comenzó a ascender por mi interior. El último indicio de vida se desbordó a través de su pene, duro
como el alabastro, y el cuerpo inerte cayó hacia atrás, desperdiciando sus últimas gotas lechosas
sobre mi pubis.
Estremecida, no me esforcé por sofocar mis gritos de placer y, una vez libre de su presencia, me
llevé las manos a mi sexo, acariciándome con destreza mi clítoris y alargando el fabuloso orgasmo,
que parecía querer repetirse como el eco en lo alto de una montaña.
Me corrí incontables veces, disfrutando como nunca, tratando de recordar en vano la última vez que
había sentido algo así.
Desde pequeña, esa era la única forma en la que conseguía un orgasmo. Con el último aliento de
vida de una poya bien dura. Mi ex marido lo probó todo, ángel mío, y me llevó a los mejores
especialistas, pero al final ésta terminó siendo la mejor solución para todos.
Me di una ducha rápida antes de que la mezcla de sangre, sudor y semen amenazara con quedarse
en mi piel y llamé a mi ex para explicarle lo sucedido. A la media hora, una limusina me esperaba
en la puerta. Me puse mi vestido más sexy, el del escote de vértigo que me regaló las Navidades
pasadas, y un ligero toque de perfume. Mi amor me llevaría a cenar a algún sitio caro y seguramente
acabaríamos en su mansión donde procuraría darle ese placer que él nunca podría darme a mí.
Mientras, algunos de sus empleados habituales se encargarían de recogerlo todo en mi apartamento
y hacer desaparecer el cadáver de ese pobre desgraciado al que nadie iba a echar en falta.
Como ya os he dicho, mi ex marido es una gran persona.

** Relatos publicados con el consentimiento de sus autores. Prohibida la reproducción total o parcial.

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