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Título: Noche de Cristal - Autor: M. Regueiro

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Mensaje  Admin Miér Abr 07, 2010 11:46 am

Entre en la habitación para encontrarme con tu cuerpo semidesnudo, cubierto
por una sensual lencería que se ajustaba a las interminables curvas, que forjaban la
silueta de una diosa ancestral reencarnada en tu alma de diabla nocturna. Me acerque
con sigilo de ladrón en busca de tus deseos, tú nerviosa y a la vez cariñosa, no quisiste
darte la vuelta esperando con ansiedad a que nuestros cuerpos se encontraran. Yo
dispuesto a descubrir nuevos parajes me lancé con delicadeza sobre tu cuello, besándolo
con ternura mientras te acariciaba la espalda, te diste la vuelta y me miraste con fijación
de idolatría, pero yo al ver la inusual belleza de tus ojos verdes con reflejos azules, me
quedé hipnotizado ante el embrujo que desprendía la fuerza de tu halo. No pude parar de
besarte con el deseo del primer amor de verano en el recuerdo, mientras las yemas de
nuestros dedos generaban electricidad por cada centímetro de nuestra piel desnuda, que
se suavizaba con eternidad a cada segundo que pasaba en un mundo que no cesaba de
girar a nuestro alrededor. Desenrede el nudo que cerraba la puerta de acceso a tus
pechos con la magia y sencillez de Houdini en plena actuación, deslizándome como una
serpiente en busca de la manzana prohibida, encontré la extrema sensualidad de la
mística imperfección de un lunar que tú rechazabas y que a mí me excito hasta casi
desmayarme sobre él. Alentado por tal generosidad de atributos corporales ceñidos entre
mis brazos con la presión de un torrente, me vacié lamiendo todo tu pecho hasta llegar a
tus pezones, donde ya no pude resistirme y mostré mis mejores cartas aunque me
guardaba un as en la manga, use mi mejor truco mordisqueando la sabrosa punta que
sobresalía de la aureola del seno derecho, sin dejar de rozarla con la punta de mi lengua
para lubricarla con saliva. Tú para entonces ya estabas tumbada en la cama como si
estuvieras en una playa de Brasil, mojada como una esponja que flota en el río de “La
Plata” para perderse hasta llegar al océano de la pasión.

Sin darme cuenta ya era tarde, todos los trenes habían salido del andén y mis
prejuicios iban sentados en primera fila, pero yo estaba en la soledad de la estación que
ya se había convertido en primavera, donde todo era placer y el paraíso podía alcanzarse
en el horizonte, convertido en tu torso mientras te acariciabas al compás de mi lengua
viperina que bailaba con lentitud sobre tu clítoris. La imagen ralentizada en mi memoria
compuesta por los tiernos fotogramas que quedarán tatuados en mi recuerdo, exaltando
mi instinto animal bajo la locura del pensamiento freudiano que analizaba las
estratégicas jugadas de ajedrez que yo me imaginaba, para intentar volver a agarrarte
con nostalgia sin haberte perdido en ningún momento. Todo fluía con la simetría de
nuestros huesos entregados a la faena de una noche de cristal, embotellada con el mimo
de la reserva del ochenta, generación viciada por una bola de cristal que nos mostró lo
bonita que podía ser la vida, cuando uno solo quiere disfrutar de ella sin buscar
problemas debajo de las piedras. Cuando todo era deleite y gozo, yo hacía malabarismos
con mis huellas dactilares derechas en tus montañas de los andes, mi músculo más
húmedo jugueteando en la lenteja babosa y mi índice junto con mi corazón penetrando
en el agujero de tu cueva. Tú disfrutabas como las musas de la “Ilíada” que provocaron
estas palabras y yo sufría espasmos de divinidad al apreciar como el orgasmo llegaba
con la pleitesía de mi vicio en una orgía romana improvisada.

Trepe por la enredadera de sensaciones que cubría como una fina capa de seda
oriental partiendo de tus caderas hasta el esplendor de tu cara. Tú cerraste los ojos y con
una pícara sonrisa me agradeciste toda mi entrega, me besaste con el cariño de un amor
pasajero que solo duraba el tiempo que tardara nuestro encuentro. Generosa y atrevida
te lanzaste sin paracaídas sobre mi pene erecto, sacándole brillo como si de un trofeo se
tratara, manipulando el cachondeo que se traía mi cuerpo al recorrer cada esquina del
palacio que me costaba admirar de forma continua, al tener los ojos en blanco por culpa
de los andares de tu boca, sabrosa compañera de reparto en la película de mis sueños
convertidos en documental de la realidad de mi ardiente estado de ánimo. Me
encontraba en la cresta de la ola, imparable como un huracán que se lleva todo por
delante, activo como una droga jamás descubierta al pasar por los placeres con los que
me deleitabas. Transportado por una nube de arena en el desierto de la intimidad que
nos embargaba, encendidos como velas en una iglesia de cristianismo sin catolicismo.
Mordisqueé la cruz que colgaba de tu cuello con su fría plata que arrumaba por tu oreja,
tú girabas el cuello en busca del placer que te dí al izar mi vela en tu vagina descubierta.
Con la ilusión de que tú fueras la única mujer del mundo, la más bella para mí en aquel
momento de frenesí, te hice el amor poniendo sobre la mesa todos mis encantos de
hechicero sobre tu selva amazónica talada, cambiando los movimientos de mi pelvis
para que tu te sintieras cómoda en la danza de apareamiento de mi pájaro carpintero.
Notar la simbiosis de nuestros trozos de carne beatificada por la presencia de Dios en el
ambiente, demostraba que el paraíso no se escapa a la percepción de la naturaleza
humana. No podía imaginar un acto de ternura más puro que el encuentro que sobre
aquel lecho yacía, mientras nuestras almas se reflejaban en las pupilas dilatadas por el
encanto del sexo sin compromiso.

Me amarraste los brazos a la cama, esposando al cabezal toda la ansiedad que
fluía por mí, lo hiciste con sumo cariño y extrema devoción, yo expectante ante el
regalo que me habías preparado, intentaba alcanzar con mis labios cualquier parte tuya,
fracasando en todos mis intentos mientras tú jugabas acercándote y alejándote, con la
excitación que corroía todos los rincones de mi ser. Cuando ya me tenías a tu merced,
donde la locura de mis hormonas a punto estaba de reventar, fuiste como un chorro de
miel que endulzaba todos mis poros curtidos en algunas batallas. Ya nada podía salir
mal, parecía oro todo lo que relucía bajo la tenue luz que nos inspiraba, bajo el embrujo
que el destino nos echo con su imparcial juego de manos. Me montaste con la ganas de
domar a un potro salvaje que de antemano sabías que podrías relajar con suma facilidad,
tus movimientos sencillos y pausados, dieron rienda suelta a tus ilusiones de amazona
cabalgando en su caballo con la firme determinación de una guerrera que nunca pierde.
Pero ya no importaba la caza, habíamos firmado una tregua que acabaría con la paz
mundial, si vieran lo que la felicidad puede hacer para conseguir romper barreras. Toda
la calma que nos había transportado por el espacio sideral se transformó en una riada de
aguas bravas, que nos balanceaba sin compasión por el eterno devenir que provocaba
dar el máximo rendimiento, gastando con esmero hasta la última gota de sudor que
quedaba en nuestro embalse. Llegó el momento de vaciarse, de sentir el éxtasis del
olimpo de los dioses griegos, lugar hasta el que tú me encumbraste haciéndome recordar
como se altera mi sangre viciada por la primavera. Pero tú quisiste que todo fuera
perfecto y aunque yo no te saciara por segunda vez, jugueteaste con mi herramienta por
tus pechos, tratándola como un caramelo que se derretía con la mayor de las esperanzas
alcanzadas por la culminación del sueño de una noche de cristal que jamás podría
romperse ya.

** Relatos publicados con el consentimiento de sus autores. Prohibida la reproducción total o parcial.

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